El crimen de definir
<<—¿Sabes quién soy yo?
>>El niño no respondía, temblando de miedo. Entonces, Gudú le habló de la pasada gloria de Olar, de la Reina Ardid y de la Corte Negra. Y así, enardecido en sus recuerdos, rememoró las hazañas de pasados y futuros Cachorros, de los que allí crecieron y de los que en lo venidero crecerían>>.
>>El niño no respondía, temblando de miedo. Entonces, Gudú le habló de la pasada gloria de Olar, de la Reina Ardid y de la Corte Negra. Y así, enardecido en sus recuerdos, rememoró las hazañas de pasados y futuros Cachorros, de los que allí crecieron y de los que en lo venidero crecerían>>.
Ana María Matute - Olvidado Rey Gudú
Nos definimos por nuestra historia, por lo que hemos hecho, por lo que hemos vivido, por lo que hacemos o, incluso, por lo que aspiramos a hacer. Somos hombre o mujer, blanco o negro, creyente, agnóstico, ateo, de izquierdas, de derechas, joven, de mediana edad, niño, anciano, ingeniero agrónomo, camarero o astronauta, padre, amante esposo, hijo, calavera irremediable... Cada definición nos pierde un poco más y nos acerca a nuestro epitafio.
En realidad, una vez hayamos muerto y de verdad se trate de una frase final e inamovible, ya sea en mármol o en una entrada de la wikipedia, el problema de que definiéndonos nos cosifiquen ya no será tan grave. Siempre se podrá argumentar que una vida es mucho más que lo que se pueda expresar con palabras; pero ya no estaremos aquí para que nos pesen las etiquetas que intenten engancharnos. La injusticia entonces podrá ser histórica, al no rendirse justo tributo a nuestra memoria, pero no física como lo es cuando dejamos que nos claven etiquetas que no nos corresponden (y ninguna etiqueta corresponde a la plasticidad casi infinita de una persona viva).
Me preocupa especialmente la asignación de etiquetas a los niños, porque ellos son los más débiles, los que menos herramientas tienen para gestionarlas o para evitar que se les apliquen con todas sus consecuencias. La sociedad de la información (que tiende a ser vacía y superficial pero muy ruidosa) en la que vivimos hace que la proliferación de etiquetas se desarrolle con enorme facilidad. Un ejemplo claro lo tenemos en la actual sobrediagnosticación del Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Hace apenas diez años era un trastorno casi completamente desconocido, mientras que hoy se le aplica la etiqueta de "hiperactivo" a cualquier niño que sea mínimamente movido. El problema está en que una vez se le haya dicho a un niño que es hiperactivo, esta etiqueta lo perseguirá por el resto de sus días, recordándole que no es "normal" y privándole así de acometer muchas tareas que en realidad sí que podría realizar.
Hace unos años, gracias a un error, se descubrió algo muy interesante en Estados Unidos. En un colegio se dividió a los alumnos en dos clases atendiendo a sus habilidades intelectuales, se hizo una clase de "listos" y otra de niños más "lentos" y al informar a los profesores de cuál era cada clase, se les dijo al revés. Es decir, se les dijo a los profesores que la clase de los "listos" era la de los "lentos" y que la de los "lentos" era la de los "listos". Este error pasó desapercibido durante más de seis meses hasta que alguien se dio cuenta de lo ocurrido. Lo verdaderamente interesante de este suceso es que en este tiempo, los alumnos clasificados como "lentos" al haber sido tratados como "listos" por sus profesores habían mejorado enormemente en su expediente curricular, mientras que los "listos" al ser tratados como "lentos" lo habían empeorado.
Y no es necesario recurrir a casos tan particulares como éste para comprobar el efecto devastador que una mala etiqueta puede tener sobre una persona. Grupos étnicos enteros se ven sometidos a ese vivir debajo de las etiquetas que, en ocasiones, ellos mismos se han puesto. En Dreams from my Father Barack Obama hace un repaso a su etapa como defensor de los derechos civiles en Chicago y habla de cómo la población negra de esta ciudad se negaba a sí misma muchas posibilidades al quedar éstas fuera de su propia definición de lo que significaba ser negro. Obama habla del caso de un muchacho que en un principio quiere ser piloto de cazas y que, al crecer y aceptar lo que sus etiquetas dicen de él, acaba descartando con desdén ese sueño de infancia porque, según él, los negros no pueden ser pilotos de avión. Para los que han interiorizado esas etiquetas, todo lo que Obama les dice, poniéndose a sí mismo como ejemplo de negro que ha estudiado derecho, no les vale para nada. En el mejor de los casos, si aceptan su argumentación, es para decirle que él es precisamente la excepción que confirma la norma.
Las definiciones, son una manera de limitar, incluso las buenas como podemos ver en el caso de los personajes famosos. Una vez un actor, deportista de élite, músico o lo que sea ha recibido su correspondiente etiqueta, es casi imposible que se libere de ella. Ni para bien, haciendo cosas que están más allá de la primera esfera en la que se ha conocido (Tom Hanks necesitó tres Oscars para que la gente dejara de considerarlo como un mero actor de comedietas), ni para mal, dejándose descansar de lo que la gente espera de ellos, como en el caso de los humoristas de los que todo el mundo espera que estén continuamente de buen humor y con ganas de bromas a pesar de poderse encontrar en una de las peores situaciones de su vida.
Probablemente ésta sea una de las explicaciones de por qué el porcentaje de afectados por enfermedades mentales, o simplemente conductas autodestructivas, sea tan elevado entre las celebridades. Llegado un momento y ante la imposibilidad de escapar de unas etiquetas que los aprisionan con todo el peso de la mirada constante sobre sus vidas, quizá la huida en la forma del consumo de drogas y alcohol y la autodestrucción que lleva aparejada les sirvan como una manera de borrar esas etiquetas.
El ojo público es implacable en este aspecto y si es capaz de cebarse sobre las vidas de los famosos, aún lo es mucho más, sobre los protagonistas de las noticias de actualidad. Aparece una persona y debajo una frase que actúa como descripción, en este caso la etiqueta es tan real que se manifiesta en su forma física. Dice: hijo, madre, propietario, vecino, víctima... y esa persona queda para siempre asociada a esa definición. A partir de entonces ha perdido su humanidad para pasar a ser aquello que los medios esperan que sea.
A pesar de ello, lo peor de las etiquetas no es que los demás se empecinen en colgárnoslas, es que nosotros mismos acabemos por creernos que nuestra realidad se corresponde con ellas. Si alguna vez te has encontrado en una situación en la que te has dicho a ti mismo "no puedo hacer esto porque soy": demasiado joven, demasiado viejo, mujer, hombre, blanco, negro... Entonces ya va siendo hora de que uses la cuchilla del arranca etiquetas y te vuelvas a ver como realmente eres: un ser humano lleno de potencialidades infinitas imposibles de encerrar en una definición.
Con todo, no todas las definiciones son malas. Al contrario, algunas de ellas, bien gestionadas, nos pueden resultar de una gran ayuda. Concretamente nos son benéficas todas aquellas etiquetas que nosotros mismos nos concedemos libremente y que aceptamos porque queremos que formen parte de nosotros. Por ejemplo la etiqueta "soy vegetariano" me ayuda a no pensar ni siquiera en comer carne; la etiqueta "tengo pareja" me ayuda a no interesarme en absoluto en el sentido sexual por ninguna otra persona que no sea mi pareja; la etiqueta "soy padre" me ayuda a valorar mis decisiones en relación a lo beneficiosas que sean para mi hijo...
Pero esto, como diría Conan, es ya asunto para una nueva entrada...
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