Los gritos
Estoy esperando para entrar al oculista en el centro
médico. A mi lado, varias personas, indeterminadas, de entre quince y cincuenta
y cinco años. Me llama la atención un cartel colgado en la pared: «No se admite
que los niños corran, salten sobre los asientos o vayan en patinete o bici.
Esto no es un chiquiparque». Me parece un poco agresivo, y me alegro de no ser
un niño en aquel lugar. Al cabo de un rato entra una chica con dos niños de
entre dos y cuatro años. Me levanto para dejarles que se sienten los tres
juntos, la chica me da las gracias; pero la buena acción no va a salvarme de un
destino cruel… Cuando se han acomodado en las butacas, el más pequeño de los
niños grita con todas sus fuerzas. Al caballero con bigotes del asiento frente
a mí se le desorbitan los ojos, la adolescente de gafas encoje los hombros
intentando protegerse, y yo observo con temor el cristal del escaparate
convencido de que va estallar en añicos en cualquier momento.
Por unos segundos se hace el silencio, y se oye un
suspiro generalizado. Ya se ha acabado aquel suplicio, debemos pensar todos en
ese instante, ignorantes de la que se nos viene encima. Ahora es el mayor de
los niños. Empieza lento, como si ululara suavemente, miro al señor del bigote
con alarma, y él me devuelve una mirada llena de temor. Poco a poco el niño va
aumentando la frecuencia y el volumen de su grito. Se nota que es el mayor,
está más experimentado y sabe cómo calentar la voz. Entonces lo suelta, chilla
como si todo un regimiento de fans de Justin Bieber lo hiciera a la vez. El
atroz sonido dura un minuto, que a todos se nos hace eterno, y más aún, porque
sigue resonando en nuestros oídos mucho tiempo después de acabado. Cuando
comienzo a recuperar la audición oigo que afuera están ladrando los perros.
El niño pequeño mira al mayor, y ríe; el mayor mira a
la madre y ríe, y la madre nos mira a todos nosotros y sonríe como diciendo:
«¿Acaso no son encantadores mis hijos?». Yo miro al cartel colgado, y me
cercioro de lo que pone. No, no dice nada de gritar. Esos pequeños cabroncetes
saben bien lo que se hacen. Por unos minutos parece que no van a volver a asaltarnos
con aquel atentado sónico. De repente, el pequeño, sin el más mínimo aviso hipa
unas cuantas veces, hasta que suelta un berrido ultrasónico que haría palidecer
de envidia a un delfín. Pero lo peor está por llegar, pues su hermano, tras
animarlo con risas y golpecitos en el pecho, decide aunarse en coro a aquel
salmo infernal. Veo por el rabillo del ojo que el señor del bigote se arrellana
en su silla, con los pelos del mostacho ondeando ante aquella exhibición vocal.
Yo me agarro con fuerza a la silla, convencido de que en cualquier momento se
va a abrir el suelo, y va a aparecer el mismísimo Demonio dispuesto a postrarse
ante aquellos monstruitos capaces de provocar tanto sufrimiento.
Entonces entra por la puerta una señora mayor. Digna,
con el pelo blanco perfectamente recogido en un moño, grandes ojos azules,
falda negra. Debe de rondar los setenta años. Los niños detienen por un
instante sus tremebundos cánticos para observarla con curiosidad. Ella se
sienta en silencio, y nos saluda a todos con la mirada. Pasada la primera
impresión, los mocosetes deciden reiniciar su serenata; pero entonces, la
señora los interrumpe: «¡Ay que niños más ricos! ¡Ay, que me los como!». Los
niños se callan de repente, conscientes de que acaban de encontrar a un adversario
que los supera, y no se les vuelve a oír
ni un solo suspiro en la más de media hora que aún tarda en atenderme el
médico.
Raúl Alejandro López Nevado
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